Un estudio de María Sierra

Philomena Franz

Narradora del holocausto gitano

Las memorias de philomena Franz

y sus traducciones al francés (izquierda) y al español (derecha).

La autora de este libro nació en Alemania en 1922. Venir al mundo en el seno de una familia gitana (sinti) hizo de ella una protagonista involuntaria de la historia más trágica del siglo XX: el holocausto nazi.[1] Quien lea su relato sabrá que, siendo muy joven, Philomena Franz sufrió en primera persona la persecución y el genocidio del pueblo romaní ejecutados por el nazismo. Hoy, es una superviviente de Auschwitz -y de otros campos de nombres menos conocidos, pero no menos dedicados al exterminio- que vive en la localidad alemana de Bergisch Gladbach, cerca de Colonia. Es, además, la primera narradora que ha tenido el pueblo romaní a la hora de escribir y publicar unas memorias sobre el holocausto gitano entendidas como un testimonio personal de denuncia y como una reivindicación de los derechos de las víctimas. Son, lógicamente, unas memorias ancladas en el pasado, ese pasado traumático que la autora se esfuerza por articular verbalmente para que pueda ser entendido y compartido; pero son también unas memorias que nacieron desde su concreto presente y que contienen demandas de futuro.

El relato autobiográfico de Philomena Franz, con el acompañamiento de otros escritos suyos incluidos igualmente en este volumen, constituye un testimonio fundamental para conocer qué fue la política racial del nazismo y, más exactamente, el programa de destrucción del pueblo gitano en Europa. Ella es una narradora excepcional del genocidio romaní por varias razones: escritora pionera desde su doble condición de víctima y testigo, su esfuerzo por romper el muro de silencio existente en torno a los supervivientes, el imperativo de dar respuesta al racismo experimentado por su hijo aún décadas después del fin oficial del nazismo, la publicación de sus memorias en alemán en un momento clave para el activismo sinti… Son varios los motivos por los cuales se puede afirmar, sin duda alguna, que este texto breve que vio la luz como libro en 1985 es un hito fundacional de la literatura romaní sobre el holocausto.

Por otra parte, su narración desborda las constricciones del testimonio sobre un pasado traumático para construir también un relato sobre la vida cotidiana de muchas familias sinti alemanas antes de la llegada de Hitler al poder, algo que nos permite asomarnos con lujo de detalles a un fragmento de la historia europea borrado de los anales y archivos oficiales. Y, por último, este libro de Philomena Franz contiene la afirmación de una identidad cultural perseguida que es reivindicada a la vez que explicada ante la sociedad mayoritaria, desde la convicción de que es posible -es obligado- el esfuerzo por promover la convivencia intercultural. En este último sentido, se trata de un discurso gitano elaborado por quien se entiende a sí misma como una persona enraizada en esa Alemania en la que vivió una infancia feliz.

[1] Remito a la nota 1 de la edición en español de las memorias de Philomena Franz editadas por la editorial Xordica para una explicación sobre el uso de los términos gitano, romaní y sinti que también se sigue en este estudio. Este trabajo se inscribe en los proyectos de investigación HAR2015-64744P y PCI2019-103527.

Una niña sinti

La familia de Philomena Franz (Köhler de soltera) constituye un buen ejemplo de las formas de vida y la cultura de aquellos sinti que, cuando Hitler llegó al poder en 1933, llevaban más de cinco siglos asentados en Alemania. La dedicación a la música y, complementariamente, al comercio de caballerías constituían su nicho laboral, unos trabajos itinerantes característicamente gitanos pero que también eran parte de la vida económica cotidiana del conjunto de la sociedad alemana desde antiguo. Ciertamente, la relación entre los sinti y los alemanes no racializados era una relación desigual, marcada por grandes diferencias de poder y lastrada por los prejuicios antigitanos tradicionales; pero, como ha apuntado Eve Rosenhaft, los sinti demostraron en esos espacios de interrelación una capacidad de acción que obliga a entenderlos como sujetos históricos por sí mismos, superando su utilización como objeto pasivo para depósito de prejuicios y estereotipos mayoritarios.[2]

En la familia se cruzan todos los anclajes que la autora de este libro recuerda haber tenido durante ese tiempo esencial que es la infancia, un tiempo de seguridad y felicidad que ella sabe fue negado a otros: los niños del holocausto por los que se lamenta en sus memorias impactan más intensamente contra el telón de fondo de la infancia disfrutada por la propia Philomena Franz. Ella dedica toda la primera parte de su relato a contarnos cómo fue; cómo creció en un entorno en el que se sintió segura y libre a la vez, en doloroso contraste con lo que vino después. Algunos especialistas en este tipo de testimonios sobre el holocausto inciden en la idealización que posiblemente implica mirar al pasado desde la experiencia de la persecución posterior por los nazis; pero no cabe duda de que memorias como las de Philomena Franz retratan con fidelidad una forma de vida luego perdida que -a pesar de que no estuviera exenta de problemas, entre ellos los derivados de los prejuicios antigitanos- permitió a familias sinti como la suya armonizar la utilidad económica con el amor por el viaje, la naturaleza, la fiesta y otros rasgos entendidos como propios de su cultura.

A lo largo del relato sobre su infancia, la autora entreteje el orgullo por los valores y las costumbres de su familia con el amor por el territorio que habitaban. El grupo teatral y musical de los Haag, dirigido por el abuelo materno, fue el marco en el que ella creció mientras recorrían parte de Alemania y visitaban puntualmente otros países.

Los Haag,

una familia de músicos con arraigo en el territorio alemán de Wurtemberg.

Se trataba de un grupo con reconocimiento artístico, y los contratos para actuar en distintos teatros y fiestas les llevaban de una ciudad a otra. Como se puede leer en estas memorias, Philomena Franz actuó y cantó desde niña, mostrando probablemente ya algo de esa presencia escénica y esa voz que aún conserva hoy día.[3] La “Bruja” a la que su abuelo auguraba un futuro en el mundo de la música por su forma de cantar (“Aún gritas un poco, pero llegarás a ser algo”)se lamentaría muchos años después de que Auschwitz significara -además de todo el horror de los campos de exterminio- el fin de sus posibilidades de ser ese “algo” con el que había soñado en la adolescencia.[4]

Es cierto que, cuando en 1945 tuvo que buscar desesperadamente cómo llevarse comida a la boca en una Alemania ocupada por las tropas aliadas, cantar para los soldados estadounidenses le sirvió para saciar un hambre tan inhumana como la que solo puede salir del campo de concentración, ya que el Lager hacía de esta clase de sufrimiento una de sus reglas de dominio. “Entonces -dice, refiriéndose al alimento proporcionado por los ocupantes-, pude pensar de nuevo, volví a ser un ser humano”.[5] Pero también lo es que aquello no era precisamente una carrera artística: “Los americanos siempre estaban tocando música y nosotros cantábamos las canciones americanas. Y yo pensaba, «¡Madre mía, qué mierda de canciones!»”, recuerda ahora Philomena Franz, mientras se ríe y tatarea contando cuánto necesitaban los sinti supervivientes la comida y el café con los que aquellos soldados pagaban sus actuaciones. Pero por aquel entonces, ella sentía que “era como una máquina (…). Cantaba y bailaba sin estar allí”.[6] Bien lejos del recuerdo dorado de niña en un escenario de París, que recoge en este libro, cuando le llovieron monedas envueltas en pañuelos con las que el público premió su actuación, disfrutada desde el deleite interno de quien se entrega en cuerpo y alma al baile.

La familia de Philomena Franz combinó la vida seminómada de músicos y artistas teatrales con la propiedad de residencias estables, en las que pasaban los meses invernales a la espera de volver a retomar los caminos en su carromato de lujo. La casa rodante descrita por la autora -esos caballos con arneses de plata que eran su orgullo, ese interior con armarios de caoba y marquetería, el suelo de rosas amarillas sobre fondo azul, a juego con la tapicería o la vajilla…- se convierte en la mejor metáfora de un ideal de vida basado en recorrer el país disfrutando del espectáculo de la naturaleza, amparados en la familia extensa y acabando los días de actuación o mercado con noches de reunión, música y relatos en torno al fuego.

El nazismo terminó con ello, no solo en un plano simbólico o legal: conviene recordar la incautación voraz de bienes que impuso la política racial nazi, una rapiña que es mucho más conocida para el caso del pueblo judío, pero que también se llevó por delante patrimonios romaníes nunca devueltos. Las propiedades de la familia de Philomena Franz -carromato, caballos, instrumentos de trabajo, casa, ajuar, documentos, fotografías, las joyas de coral de su madre…- desaparecieron en el sumidero del Tercer Reich para siempre. Pero su relato las reconstruye para los lectores, nos informa de un confort modesto sentido como más que suficiente y nos hace entender mejor el descenso a los infiernos que supuso para los sinti la trampa racial del nazismo. El episodio en el que la autora recuerda cómo de niños freían tocino y asaban patatas en torno al fuego debe ser leído sobre el telón de fondo del hambre inclemente experimentada en los campos, de igual manera que el recuerdo del lecho caliente en los rescoldos -con sábanas y mantas- se eleva sobre la suciedad y la miseria impuesta a los prisioneros por el sistema concentracionario nazi.

Una de las cosas que más llama la atención en la narración de Philomena Franz es el lugar que ocupa la naturaleza. La naturaleza evocada como paisajes recorridos mientras su familia viajaba de un lugar a otro y la naturaleza concebida como un cosmos ordenado en el que las cosas de la vida cobran significado. La naturaleza también como fuente de un placer estético cotidiano y la naturaleza como reservorio de belleza que consuela en tiempos oscuros. En todos estos sentidos, hay un hilo de continuidad que comunica los recuerdos de la infancia -dedicados al espectáculo soberbio del mundo natural y a las enseñanzas del abuelo sobre el respeto debido a todas las criaturas- con la experiencia de “su” holocausto y la necesidad posterior de narrarla.

Así, ella misma reconoce el valor de asidero que tuvieron en Auschwitz las imágenes grabadas en su mente como resultado de haber crecido en contacto directo, continuo y respetuoso con la naturaleza: “Pude sobrevivir gracias a lo que habían visto mis ojos”. Tan valioso y familiar le era el poder embellecedor de la madre naturaleza que sintió renovada su esperanza en el futuro cuando la trasladaron como trabajadora forzada a otro campo y, a través del ventanuco estrecho del tren, pudo entrever verdor, árboles y personas trabajando. “¡Tan solo algo de naturaleza!”, suspira recordándolo, porque en los campos de concentración “echaba mucho de menos el aire libre, algo verde”.[7] Los cuentos y las “impresiones de otoño” que acompañan a sus memorias en esta edición son un claro testimonio de la necesidad de naturaleza que siguió marcando la vida de Philomena Franz tras la guerra, en aquella Alemania postnazi, pero no realmente desnazificada, donde se gestó el imperativo de dar testimonio de lo vivido en los campos que la llevó a convertirse en escritora.

No es extraño que la autora relacione en su relato de forma muy estrecha la música -la música como dedicación familiar, la música como rasgo de la cultura gitana, la música como disfrute personal- con la naturaleza. Sus metáforas (los pájaros, el ruiseñor…) son frecuentes en este sentido, y es algo que se puede constatar de forma particularmente acabada en “Sonnegei”, un cuento en el que música y naturaleza se funden. Tampoco es extraño que su sentido de la religión esté atravesado, junto a elementos de una religiosidad popular vivida en la infancia, por una visión panteísta de la naturaleza. Así, sus recuerdos infantiles sobre la belleza de las misas del mes de mayo, en pequeñas capillas emplazadas en parajes rurales, resultan completamente congruentes con su afirmación en una entrevista reciente: “No soy una persona beata, pero creo en Dios, sé que está ahí”.[8]

Esas misas, dedicadas a “las vírgenes de los pueblecitos”, y la asistencia a procesiones u otros ritos populares son un dato de cómo la familia de Philomena Franz, además de ser sinti, participaba de la cultura alemana mayoritaria. Como lo es el dirndl o traje típico regional que recuerda llevar con contento en la primera mañana de escuela, cuando su madre le recogió las trenzas con un lazo rojo. O como lo es mencionar que el abuelo está enterrado en el mismo cementerio de Tubinga donde reposan los restos del poeta Hölderlin e introducir en su relato referencias literarias alemanas. De forma especial, la información sobre el proceso de socialización en la escuela revela ese doble marco cultural en el que Philomena se formó: el gusto por el colegio y el deseo de aprender, junto al reconocimiento por parte de maestros y compañeros de cuán adelantados estaban ellos -los niños gitanos- en geografía, biología y otras materias como resultado de su contacto con la naturaleza; el valor de lo aprendido en la escuela (a leer y escribir, las operaciones matemáticas, y ese inglés que le serviría para entenderse más tarde con los soldados estadounidenses), pero también el valor aún mayor de lo enseñado por su abuelo, el tutor más amable e imponente; o, igualmente, el ser observados como extraños al llegar a una nueva localidad y entrar en su escuela, pero también hacer fácilmente nuevos compañeros y tejer amistades que la llegada del nazismo pondría a prueba.

En 1938 el régimen nazi expulsó a los gitanos del sistema educativo alemán y Philomena tuvo que abandonar la escuela secundaria para pasar a ser una trabajadora obligada en una fábrica de municiones. Esto sucedió en Stuttgart, donde su familia había comprado una casa en Bad Kannstadt y vivió los últimos años antes de la deportación de todos ellos. Recomiendo leer sus comentarios sobre el gran pesar que le produjo dejar la vida escolar y separarse de las amistades de juventud nacidas en aquel entorno (“Restricciones”) en contraste con su registro de prisionera en Ravensbrück, que indica como razón de su detención la supuesta condición de “asocial” asignada genéticamente a los gitanos. La gran mentira de la categoría Zigeuner creada por el nazismo queda en evidencia en el desfase lacerante entre los sentimientos de la autora y el carácter racial colectivamente atribuido.

Ficha de identificación de Philomena Köhler

(apellido de soltera de Philomena Franz) como prisionera número 4.030 del campo de Ravensbrück, 1944.

Un periodista le preguntaría mucho tiempo después, en una entrevista publicada en el año 2001, por qué se había quedado en Alemania tras la guerra, y la respuesta contundente de Philomena Franz fue: “Aquí (en Alemania) está mi patria [Heimat]. Es la única que tengo”.[9] Su sentido del hogar (tierra, país, patria…, todos esos significados pueden tener la palabra Heimat) está enraizado en esa Alemania en la que vivió una niñez feliz, cuando tenía una familia amplia y protectora. Pero también se proyecta voluntariosamente hacia un futuro posible de convivencia intercultural, desde una clara conciencia de su identidad gitana. “Yo soy sinti”, reafirma resuelta en una entrevista reciente, en la que introduce también un comentario sobre la evolución identitaria que supone dejar atrás el nombre Zigeuner, empleado con anterioridad. [10]

En ese camino, Franz compartiría con otros sinti la reivindicación de ser parte de la historia de Alemania, defendiendo en este contexto los valores de la forma de vida de su pueblo y reclamando -a través de estas memorias personales- el derecho colectivo a tener un lugar en la memoria nacional. Ella insiste especialmente, tanto por escrito como en testimonios orales, en mostrar que se dieron episodios de solidaridad o colaboración incluso en los momentos más difíciles; se esfuerza por no caer en el maniqueísmo de buenos y malos, por romper la dicotomía de víctimas gitanas y alemanes (todos) nazis. Su insistencia en esto no disminuye con el paso del tiempo y hoy reitera en entrevistas orales el valor de los gestos de personas que se resistieron de una forma u otra a formar parte obediente del engranaje nazi: entre los varios ejemplos, está el del jefe de la fábrica de Stuttgart donde tuvo que trabajar a destajo durante los primeros años de la guerra, angustiada por el miedo a la inminente deportación, que efectivamente llegó. Philomena insiste en que era una buena persona -“no era un nazi”-, que procuró ayudarla e incluso fue afectuoso con ella cuando llegó el momento de su detención.[11]

El nazismo dominando las calles de Stuttgart en 1938,

la ciudad donde vivían Philomena y su familia antes de su deportación.

[2] Eve Rosenhaft: “The Florians, the Habedanks and the Horse Fair at Wehlau”, en Eve Rosenhaft & María Sierra: European Roma. Lives beyond Stereotypes, Liverpool University Press, 2021 (en prensa).

[3] Como puede constatarse en Die Musik verteilt den Schmerz – Ein Besuch bei Philomena Franz (La música es un bálsamo para el dolor. Una visita a Philomena Franz), por Detlev Buck (2021).

[4] “¡Tenía diecinueve años y quería hacer muchas cosas! De no haber sido por el campo… Pero tras él no quedó nada”, Philomena Franz, en “Presentación”, María Sierra: Holocausto gitano. El genocidio romaní bajo el nazismo, Madrid, Arzalia, 2020, p.12.

[5] Entrevista a Philomena Franz, 21-1-2021.

[6] Ibidem.

[7] Ese ventanuco le pareció como estar el cine, recuerda ahora en Die Musik verteilt… Las expresiones de ansia por la naturaleza, en Entrevista a Philomena Franz, 21-1-2021.

[8] Entrevista a Philomena Franz, 21-1-2021.

[9] Citado en Marianne C. Zwicker: Journeys into Memory. Romani Identity and the Holocaust in Autobiographical Writing by German and Austrian Romanies, PhD Thesis, University of Edinburgh, 2009, p. 31.

[10] Entrevista a Philomena Franz, 24-2-2021.

[11] Entrevista a Philomena Franz, 21-1-2021.

“Su” holocausto, el holocausto de medio millón de romaníes

Pero el nazismo había decretado que los gitanos sinti no podían ser considerados miembros de la nación alemana: bajo el supuesto de su peligrosidad para la pureza racial aria, los sometió a una persecución y un programa de exterminio muy parecidos a los sufridos por el pueblo judío. Las memorias de Philomena Franz relatan, sobre todo en su segunda parte, este proceso de destrucción del pueblo romaní que afectó no solo a los sinti alemanes y austriacos, sino que alcanzó a todos los territorios controlados por el Tercer Reich y afectó consecuentemente a miles de gitanos europeos. Franz lo narra en clave biográfica con una brevedad punzante que resulta sumamente eficaz para contarnos lo más importante de una persecución y una tortura que terminan simbólicamente en el campo de exterminio de Auschwitz.

Los primeros episodios de esta parte de su historia, que cuentan cómo la trampa de las disposiciones antigitanas se fue ciñendo paso a paso sobre ellos, se ajustan al patrón general de un programa de persecución racial que fue ejecutado con los medios de un Estado totalitario de forma planificada y arbitraria a la vez.[12] Así, una de las primeras agresiones que aparece registrada en estas memorias es el sometimiento de la población romaní a estudio forzoso por parte de los científicos raciales del nazismo. La responsabilidad la asumió el doctor Robert Ritter, un especialista en psiquiatría y neurología formado en Berna, quien fue el director del Centro para la Investigación de Higiene Racial. Ritter trabajó junto a un amplio equipo de colaboradores, que tomaron medidas craneométricas y fotografías, extrajeron muestras de sangre, establecieron genealogías familiares y crearon registros con fines identificativos. Sobre la base de operaciones tan poco rigurosas como las que relata Philomena Franz, estos trabajos clasificaron como “puros” o “mestizos” (en diversos grados) a la población gitana del Reich. Realizados en colaboración estrecha con la policía criminal nazi, sirvieron para fichar y detener a aquellos considerados “inferiores”. Sirvieron también para afirmar la teoría de la incapacidad genética de los gitanos para la integración en la vida social civilizada, o lo que es lo mismo, su condición colectiva de “asociales”. Estos dictámenes científicos -hoy diríamos pseudocientíficos, aunque de esta manera rebajamos la consideración que tenían en aquel momento- condenaron a muerte a miles de personas, dando argumentos supuestamente objetivos para las medidas de esterilización, experimentación, deportación, etc., a las que se sometió a la población de ascendencia romaní.

No solo había incoherencia en las operaciones de los científicos raciales: mientras estos estudios iban determinando el destino de los sujetos sometidos a análisis, el régimen no dejaba de beneficiarse del esfuerzo de quienes eran etiquetados como “asociales”. Como sucedió con otros jóvenes sinti en Alemania, el hermano de Philomena, Johann, fue incluido primero en un programa de trabajo obligatorio, incorporado luego al servicio militar y, finalmente, enviado al frente una vez que estalló la guerra. Como él, otros muchos sinti participaron en el esfuerzo militar alemán durante la Segunda Guerra Mundial (también lo habían hecho durante la Primera); pero esto no evitó que, llegado el momento, se les desposeyera del uniforme, el rango o las medallas para enviarlos directamente a Auschwitz y otros campos.[13]

El miedo se enseñorea sobre los capítulos que la autora dedica al tiempo inmediatamente anterior a su detención y deportación. Poco a poco se va apoderando de todo; puede más que la tristeza o el cansancio extremo, y solo permite concebir una pregunta: “¿Cuándo nos tocará a nosotros?”. Entre 1942 y 1943 fueron cayendo todos los miembros de la familia: tíos y sobrinos, el padre y uno de los hermanos, los demás hermanos, ella misma  y, finalmente, también la madre, última moradora de una casa progresivamente vaciada de sus diez habitantes. Franz transmite al lector, con recursos eficaces como las frases cortas o el diálogo minimalista, la desesperación de quienes eran deportados y la impotencia de quienes quedaban a la espera. Estas detenciones obedecían a las nuevas disposiciones dadas por Heinrich Himmler sobre la población gitana del Reich, de agresividad creciente, especialmente a partir del conocido como “Decreto de Auschwitz” (diciembre de 1942), asimilable a la solución final decidida para el pueblo judío. El relato de Franz pone caras y nombres a la intención última de la medida: “nuestro pasado fue borrado de una vez y para siempre; todas las fotos, los cuadros, los papeles, las cartas, las notas, mi diario… todo acabó destruido”.

Su turno llegó en marzo de 1943, cuando se intensificó la oleada general de deportaciones al Zigeunerlager de Auschwitz, el campo para gitanos creado exprofeso siguiendo las órdenes de Himmler en un espacio acotado de Auschwitz II-Birkenau. Tras unas semanas en la cárcel de Dresde, compartió con otros muchos prisioneros el hacinamiento en los vagones de un tren que la descargó directamente en la rampa de selección de Auschwitz. Al llegar allí, la brutalidad que había sufrido en el camino se vio superada por el asombro experimentado ante la realidad espectral del más conocido campo de exterminio de la historia. Su impresión coincide en muchos aspectos con lo recordado por otros supervivientes: el asombro y el aturdimiento ante las órdenes no ya gritadas sino aulladas, los golpes gratuitos y el azuzar a los perros, las escenas dantescas de cadáveres maltratados, el olor a cuerpos quemados, la colaboración de los prisioneros que actuaban como kapos y tantas otras cosas que parecían irreales, porque invertían cualquier moral o lógica.

La rampa de selección de Auschwitz II-Birkenau

en una fotografía de mayo-junio de 1944, que muestra en este caso la llegada de un grupo de judíos húngaros.

Ella fue tatuada en el brazo con la letra Z de Zigeuner (gitano)y el número 10.500 (“cuando me metieron en el campo -dice ahora- ya habían metido a decenas de miles”).[14] En Auschwitz se aplicó de forma peculiarmente estricta esta forma de deshumanización que supone eliminar el nombre propio para convertir a los prisioneros en solo un número, una marca que aquí se grabó en sus brazos (o en las piernas, en el caso de los niños más pequeños). En otros campos, el estigma podía quedarse en la ropa, pero en Auschwitz la propia carne recordaba un sometimiento sin redención posible, como señala Primo Levi en sus memorias.[15]

Muchos de los datos registrados por Philomena Franz coinciden con lo que el mismo Levi y otros supervivientes han destacado como elementos omnipresentes en la “vida” cotidiana del Lager: la violencia, el hambre y el trabajo extenuante fueron los tres vértices esenciales de su programa de destrucción. El asesinato podía tomarse su tiempo o acelerarse vorazmente con el envío de contingentes enteros de prisioneros a las cámaras de gas. La autora de este libro sobrevivió a todas estas experiencias, incluida la de esperar en fila para ser gaseada. Sobrevivir, obviamente, quiere decir sufrir, entonces y también luego, desde la condición torturada de superviviente. Estas memorias son el resultado del ejercicio valiente de enfrentar un sufrimiento que décadas después sigue acompañándola en forma de pesadillas nocturnas, aunque procure espantarlas con un vaso de agua: inscribir imágenes que no se pueden olvidar, “eso lo hicieron muy bien los nazis”, comenta ahora.[16]

Cuando Philomena Franz llegó a Auschwitz tenía 21 años. Según las fichas que la registran como prisionera en Ravensbrück y Buchenwald, campos a los que fue trasladada algo después, medía 1’61, era delgada, tenía la cara ovalada, los ojos marrones, la dentadura completa y el cabello corto.[17] Su larga melena, que debía ser llamativa, le había sido rapada al llegar a Auschwitz, según cuenta con cierto detalle en un episodio expresivo de la violencia añadida que las mujeres jóvenes tuvieron que soportar en los campos.

Philomena Franz, en 1945,

tras la liberación de los campos y su matrimonio con Oskar Franz.

La ficha de registro de Buchenwald hace constar como marca, además del tatuaje de prisionera en el brazo que traía de Auschwitz, una cicatriz en la mejilla izquierda.  

En las memorias de los supervivientes, la violencia de los guardianes (y a veces especialmente de las guardianas, como describe Ceija Stojka para el caso de Ravensbrück)[18] se recuerda como algo a la vez imprevisible -solo el azar explica que en ocasiones alguien pueda salvarse de su ira- y sistemático -un peligro siempre al acecho-: no en vano, fue parte esencial de los métodos de sometimiento y deshumanización del Lager. El relato de Philomena Franz también informa de esto, incidiendo en experiencias particularmente crueles, como la tortura a la que fue sometida su hermana por su propio intento de fuga o la que ella misma sufrió en una celda de castigo. Lo cuenta con una economía de palabras especialmente impactante, que induce a buscar entre las líneas de su testimonio más información.

El hambre, un dato esencial del sistema concentracionario, aparece igualmente en estas memorias, que vienen a coincidir con otros relatos de supervivientes en señalar el gran valor que podían tener unas mondas de piel de patata, en festejar el café que se pudiera “organizar” o recordar cómo les torturaban con todo esto, buscando la deshumanización de los prisioneros también por esta efectiva vía. En el caso de las memorias de Philomena Franz, ese hambre atroz se encuentra casi mejor descrita por contraste, cuando, por ejemplo, relata lo decisivo que le resultó alimentarse en condiciones una vez en libertad para ver reconstituida su condición humana: saciarse para sentirse persona.

Pero la tortura tuvo muchas caras en el Lager. Quiero llamar la atención sobre el uso disciplinario de la música en los campos, algo que asoma ocasionalmente en estas memorias y que hay que contextualizar doblemente porque, al constituir el medio de vida de su familia antes de la persecución nazi, resulta uno de los recursos culturales más naturales y queridos para Philomena Franz.

Familia y música unidos en el recuerdo de Philomena Franz:

de su tío, gran violinista y guitarrista, dice:Cuando tocaba, te quedabas con la boca abierta” (Entrevista 21-1-2021).

Obligados los prisioneros en los campos a cantar canciones alemanas y moverse a ritmo de marchas, Franz recuerda por ejemplo entonar Schwarzbraun ist die Haselnuss mientras eran obligados a trabajar hasta morir.[19] Por ello, sin negar que la música pudo ser en ocasiones un refugio que diera consuelo y animara a la resistencia, no conviene olvidar que fue también y ante todo un recurso más en manos de los guardianes de los campos para el disciplinamiento físico y psíquico de los prisioneros. Las memorias de Simon Laks, forzado director de una orquesta en Auschwitz, dan buena idea de ello. Como también recuerda Primo Levi, estas canciones y marchas eran la voz del Lager, según quedaron grabadas en la cabeza del superviviente.[20] En el caso de los prisioneros romaníes se dio además la paradoja de que fueron requeridos con frecuencia por los guardianes de los campos en su tiempo de descanso o momentos de festejo, para disfrutar así de un tipo de música generalmente reconocida y apreciada; pero una música que, como perpetradores, disociaban completamente del respeto por sus autores y portadores -las víctimas-.

Violencia, hambre y trabajo forzado diezmaron la población prisionera de Auschwitz. De los aproximadamente 22.600 prisioneros que pasaron por el Zigeunerlager de Auschwitz-Birkenau, murieron allí unos 19.300. De estos, unos 5.600 fueron asesinados en las cámaras de gas; la extenuación y las enfermedades causadas por las condiciones miserables del campo mataron al resto.[21] En general, todo el sistema concentracionario se basó sobre este doble mecanismo de aniquilación. La vida de quienes no eran conducidos a las cámaras de gas podía apagarse más lentamente y, en su progresivo hundimiento, se convertían en seres irreconocibles, incluso para sus familiares más cercanos. Franz narra con especial dolor dos episodios en los que ella misma no fue capaz de reconocer a personas muy queridas: su hermana y su madrina. Tras unos meses sin verse, ambas habían sufrido de tal manera que tuvieron que “presentarse” cuando se encontraron en distintos momentos del traslado entre campos.

La fortaleza juvenil de Philomena Franz la convirtió en una trabajadora útil para la economía de guerra nazi, que se sostuvo en gran medida sobre este tipo de fuerza esclava. Con este fin, fue trasladada de Auschwitz a Ravensbrück y luego a otros campos. Las condiciones en las que tuvo que trabajar en fábricas de municiones o de ensamblaje de piezas para aviones eran extenuantes y peligrosas; no en vano, el ministro de Propaganda del Reich, Joseph Goebbels, había dicho que el mejor método de lucha contra los “asociales” era “la idea de exterminarles mediante el trabajo”.[22] Pero Philomena nos cuenta que saludó la salida de Auschwitz como una promesa de liberación, al sentir que había escapado de las garras de esa muerte segura que cotidianamente se cobraba presas a su alrededor. De hecho, desde estos otros campos acometió varias fugas, resistiéndose a acabar sus días como una prisionera del Lager: mejor morir en libertad y en medio de la naturaleza que en las calles polvorientas del campo de concentración sin una brizna de hierba verde. Su voluntad de no hundirse ni acostumbrarse fue castigada, como ella misma cuenta: la rebeldía era un lujo que el sistema concentracionario no podía permitir.

Enviada de vuelta a Auschwitz, y aunque antes del fin de la guerra tuviera todavía que circular por otros campos, es allí donde se cierra simbólicamente su descenso a los abismos más profundos del horror humano que significa el holocausto. En Auschwitz fue conducida en grupo a la cámara de gas, de la que se salvó en último momento; allí recogió las cenizas de los cadáveres que salían del crematorio; allí protegió a una niña de la que tuvo que separarse luego y allí, en consecuencia, siente que se concentra el dolor inarticulable de aquellos que tuvieron que soportar todo esto siendo niños.

Birkenau, camino de las cámaras de gas:

una fotografía fechada el 27 de mayo de 1944 recoge el momento en el que un grupo de judíos son conducidos a las cámaras de gas y los crematorios.

En este Auschwitz al que volvió Philomena Franz ya se había liquidado el campo gitano que ella había conocido. El llamado Zigeunerlager se había creado a finales de 1942. En la primavera de 1944, ante los crecientes reveses militares alemanes y el avance de las tropas soviéticas, los gestores del campo, que en aquel momento encerraba a unos 6.000 prisioneros, asumieron la decisión de desmantelarlo. Los más aptos para el trabajo fueron llevados a otros destinos; también quienes habían servido en el ejército alemán, como cuenta Walter Winter en sus memorias ya citadas.[23] Con estas medidas, las autoridades del campo respondían a un episodio de resistencia protagonizado por los prisioneros en mayo de 1944, cuando corrió la noticia de que iban a ser masivamente gaseados con la liquidación del Zigeunerlager -resistencia que hoy día es una referencia clave en el activismo romaní internacional-. Finalmente, la noche del 2 de agosto de 1944, los 2.900 prisioneros que permanecían aún en el campo fueron conducidos a las cámaras de gas siguiendo órdenes de Himmler. La mayoría, dada la selección previa, eran ancianos, niños y enfermos. Estos últimos fueron subidos a camiones desde el barracón de la Enfermería; el responsable médico del campo, el doctor Mengele, tristemente famoso por los experimentos a los que sometió a los prisioneros, se encargó de colaborar en esta operación.[24]

Philomena Franz volvía así a un Auschwitz en el que ya no existía el Zigeunerlager. Todavía después fue traslada a otros campos antes de que, ya en territorio alemán, consiguiese finalmente escapar desde Wittenberg -un subcampo de Sachsenhausen, uno más de esa miríada de nombres que, como señala Ruth Klüger, los lectores nos obstinamos en olvidar porque no tienen la resonancia mítica de Auschwitz-.[25] Franz narra en estas memorias su fuga, sobre la que ha vuelto en entrevistas posteriores para proporcionar más detalles, puesto que fue para ella un momento decisivo. Lo fue porque asumió riesgos que la separaron de sus compañeras -cada una tenía que ser responsable de sus decisiones, señala-; porque se encontró con una persona que la ayudó y le dio refugio en su casa; porque así empezó a saciar un hambre implacable y a recuperar la dignidad robada (“Al oír que me trató de ‘usted’, me dije, «¡Caramba, un caballero!»”); y también porque pudo devolver el favor cuando, al llegar los soldados soviéticos, se presentó ante ellos como prisionera de Hitler y habló a favor de aquellos alemanes que la habían acogido en su propia casa.[26]

En esta Alemania derrotada y ocupada por los ejércitos de los países aliados, Philomena Franz buscó refugio junto a las tropas estadounidenses, cuya capacidad de tener y proporcionar alimentos aún la admiran hoy al recordarlo. Se entendió con ellos en el inglés del colegio, les contó su historia y recibió lo que le dieron. Sabía que era libre, eso era importante, pero también se sintió demasiado sola cuando empezó a buscar a su familia -su madre o algunos de sus hermanos podrían haber sobrevivido, pensó al principio- y no encontró a nadie. Era “como un pajarito” en un nido vacío. Y se sintió abandonada, reconoce, cuando no pudo satisfacer la nostalgia (Heimweh) del hogar.[27]

[12] Puede encontrarse un estado de la cuestión reciente en María Sierra: Holocausto gitano…

[13] Véase, por ejemplo, el caso similar de Walter Winter, quien cuenta en sus memorias cómo le maltrató el país en cuyo ejército sirvió: Winter Time. Memoirs of a German Sinto who survives Auschwitz, Hatfield, University of Hertfordshire Press, 2004 (edición original en alemán de 1999).

[14] Entrevista a Philomena Franz, 21-1-2021.

[15] Primo Levi: Los hundidos y los salvados, Barcelona, Muchnik, 2000 (edición original en italiano de 1986).

[16] Entrevista a Philomena Franz, 24-2-2021.

[17] Identificación personal de prisionero, número 4.030, campo de Ravensbrück; Identificación personal de prisionero, número 28.319, campo de Weimar-Buchenwald. International Tracing Service, Archivos Arolsen, Alemania.

[18] Ceija Stojka: Wir Leben im Verborgenen: Erinnerungen einer Rom-Zigeunerin, Viena, Picus, 1988.

[19] Marrón y negra es la avellana es una canción popular alemana documentada desde finales del siglo XVIII. Ruth Andreas-Friedrich recoge en su diario el testimonio de un amigo judío encerrado en el campo de Sachsenhausen y obligado a cantar mientras trabajaban o permanecían en formación; recuerda precisamente Marrón y negra es la avellana, “cuando ahorcaron a dos de nuestros camaradas en el patíbulo, junto a un árbol de Navidad con las velas encendidas”. Agradezco esta referencia a Virginia Maza, traductora del texto de Andreas-Friedrich (Valencia, Trapisonda, en prensa).

[20] Simon Laks: Melodías de Auschwitz, Madrid, Arena, 2008 (primera edición en francés, con René Coudy, bajo el título Musiques d’un autre monde, en 1948); Primo Levi: Si esto es un hombre, Barcelona, Muchnik, 2002 (edición original en italiano de 1947).

[21] Michael Zimmermann: Rassenutopie und Genozid. Die nationalsozialistische ‘Lösung der Zigeunerfrage’, Hamburgo, Christians, 1996. Slawomir Kapralski, Maria Martyniak y Joanna Talewicz-Kwiatkowska, Roma in Auschwitz, Voices of Memory Series, International Center for Education about Auschwitz and the Holocaust, 2011.

[22] Lo que incluía no solo pero sí preferentemente a gitanos y judíos; recogido en Nazi Conspirancy and Agression, Office of United States, Chief of Council for Persecution of Axis Criminality, 1946, Vol. III, p. 496.

[23]  Walter Winter: Winter Time…, pp. 86-87.

[24] Un resumen de lo que sabemos hasta ahora sobre estos episodios de resistencia y liquidación, en María Sierra: Holocausto gitano…, pp.135-137.

[25] Ruth Klüger: Seguir viviendo, Zaragoza, Contraseña, 2020.

[26] Entrevistas a Philomena Franz, 21-1-2021 y 24-2-2021.

[27] Entrevista a Philomena Franz, 24-2-2021.

Supervivientes perseguidos:

ser gitano tras la guerra

Las memorias de Franz se detienen en 1945. Sin embargo, es precisamente ese tiempo silenciado el que explica qué la llevó a escribir y publicar un libro como este. Su historia después de la guerra es la historia del esfuerzo por rehacer su vida y, a la vez, la historia de la denegación de su reconocimiento como víctima del nazismo. Se trata, por otra parte, de una historia compartida con los demás supervivientes sinti del holocausto, puesto que en tiempos de paz la sociedad y las instituciones alemanas asumieron y prolongaron algunos de los principales prejuicios antigitanos del nazismo. Como consecuencia, durante décadas se adoptaron decisiones jurídicas y políticas que ocasionaron un importante sufrimiento añadido a los supervivientes del genocidio romaní.[28] Lo que sucedió en Alemania, por otra parte, evidenciaba un antigitanismo extendido por toda Europa: lo sangrante de la desnazificación para este caso estaba en correspondencia con lo que sucedió en países tan diversos como Francia o Rumanía, donde ser gitano fue un estigma y una carga aunque hubieran desaparecido Hitler, Pétain, Antonescu, u otros responsables del genocidio del pueblo romaní durante la Segunda Guerra Mundial.[29]

Nada más acabar la contienda, en medio de esa sensación de aturdimiento que muchos supervivientes coinciden en señalar les invadió tras ser liberados de los campos o de las “marchas de la muerte”, lo que se les impuso fue la necesidad elemental de encontrar un medio de subsistencia. En una Alemania devastada por las consecuencias del nazismo, esta tarea resultaba especialmente dura para quienes habían perdido sus redes familiares, sus propiedades e, incluso, sus documentos al ser detenidos y deportados, como le sucedió a Philomena Franz. En su caso, la música fue la primera tabla de salvación. Junto con otros sinti, formó un conjunto musical que cantaba para las tropas ocupantes de ciudad en ciudad: así conoció a quien iba a convertirse en su marido, Oskar Franz (cuya primera mujer e hijos habían muerto en Auschwitz); así pudo igualmente reencontrarse con su hermano Johann, también superviviente.[30] En aquellos días, las tropas estadounidenses eran el mejor proveedor de bienes tan preciados como alimentos o cigarrillos, y el grupo tuvo éxito entre estos soldados; mientras su hermano sacaba sonidos de jazz al piano o el violín, Philomena se adaptaba a las canciones americanas. En declaraciones posteriores resumió gráficamente el exotismo atribuido por la mirada de los ocupantes estadounidenses: “a ellos les parecíamos una especie de salvaje Oeste europeo”.[31]

Los Franz formaron juntos una nueva familia. En 1946 nació su primera hija, Toska, a quien luego seguirían cuatro hijos más. Durante la segunda mitad de la década de 1940 y los primeros años cincuenta, lograron vivir del comercio ambulante y mantener a la familia con muchas dificultades: “Si mi esposo no hubiera sido tan buen negociante, nos habríamos muerto de hambre”. Al principio no tenían más que un coche, y en invierno procuraban pedir ayuda para dormir bajo un techo. Cuando un matrimonio de Colonia les cedió un lavadero en su propia casa para acondicionar como primer hogar, se sintieron por fin “verdaderos seres humanos”.[32] Con trabajo -Oskar Franz se dedicó al comercio de antigüedades- la situación de la familia fue mejorando poco a poco.

Philomena Franz, con su hija Toska,

mira a la cámara en una fotografía familiar de finales de la década de 1950.

Como otros muchos sinti, los Franz salieron adelante sin ayudas oficiales y, en este punto, su historia particular es altamente representativa de la denegación de reconocimiento a las víctimas gitanas del holocausto que durante mucho tiempo se dio en Alemania -y en Europa-. Aunque las potencias aliadas habían anunciado medidas de reparación a favor de las víctimas de Hitler, en el marco de un programa más amplio de desnazificación y rendición de cuentas, estas promesas quedaron deformadas en la práctica por los intereses del nuevo orden mundial de la llamada Guerra Fría. Cuando se formalizó el nacimiento de la República Federal Alemana en 1949, las potencias occidentales dejaron en manos del gobierno de Bonn y de los tribunales alemanes la persecución de los crímenes nazis. Y no todas las víctimas iban a ser tratadas de igual manera.

Es cierto que la especificidad del holocausto judío tardó un tiempo en ser admitida: hubo que esperar a causas judiciales famosas en los primeros años de la década de 1960 -los juicios de Auschwitz o el de Eichmann- para que la sociedad empezara a tomar conciencia de las dimensiones y el carácter de este genocidio. Pero al menos, las víctimas del antisemitismo nazi contaron desde el primer momento con el apoyo de organizaciones como el Consejo Mundial Judío, que consiguieron que la justicia alemana reconociera sus derechos y asumiera la deuda de la reparación, incluso a través del recién fundado Estado de Israel. Lo que sucedió en la posguerra con los sinti y romaníes perseguidos por el nazismo fue muy distinto: la justicia alemana negó durante mucho tiempo que hubieran sido perseguidos colectivamente durante el nazismo por motivos raciales o ideológicos, considerando por el contrario que en la mayoría de los casos la detención habría sido realizada dentro de un legítimo combate gubernamental contra la delincuencia.

Con esta lógica jurídica se prolongaban en tiempos de paz los argumentos del nazismo, cuyos científicos raciales habían atribuido a los gitanos una tendencia genética a la criminalidad y los habían clasificado como un pueblo atrasado e incapaz de participar en la vida social mayoritaria. Una sentencia del Tribunal Federal de Justicia del año 1956 lo resumió bien: “Los gitanos son propensos a la delincuencia, en especial al robo y al fraude. En muchos casos carecen de impulsos morales para respetar la propiedad ajena porque, como hombres primitivos, tienen un instinto de apropiación descontrolado”[33]. Doce años después de la liberación de Auschwitz, en el tribunal superior de justicia de una Alemania que se entendía a sí misma como democrática se seguían afirmando abiertamente los mismos prejuicios que, bajo el nazismo, habían activado la maquinaria del encarcelamiento, tortura y asesinato de miles de romaníes de toda Europa.

Lo que sucedía en los tribunales de justicia, por otro lado, manifestaba tendencias colectivas más amplias en la sociedad de aquella época. El caso del doctor Ritter puede ser un buen ejemplo de ello. Aunque fue uno de los principales responsables de la política racial nazi respecto a los gitanos y colaboró estrechamente con la policía criminal del régimen, tras la guerra continuó trabajando en la función pública alemana, primero como profesor de Criminología en la Universidad de Tubinga y luego como psicólogo en el Servicio de Salud de Fráncfort. En un juicio al que se le sometió en 1950, el tribunal consideró que las denuncias de los supervivientes sinti no eran prueba suficiente en su contra, pero sí se aceptaron declaraciones de expertos en la llamada “cuestión gitana” de la anterior época nazi (quienes, por supuesto, consideraban a Ritter una autoridad en el tema).

Juicios como este mostraban el deseo de la sociedad alemana de encapsular la responsabilidad por los crímenes del nazismo, limitándola a círculos muy reducidos -un minúsculo grupo de jerarcas auxiliados por otro grupo de auxiliares ejecutores también muy pequeño-, algo en lo que no se quería reconocer la implicación de buena parte de la población civil ni, mucho menos, los colectivos de profesionales y expertos respetables, como médicos, funcionarios o técnicos de diverso tipo. Pero, junto a esta tendencia general, lo que sucedía en los tribunales de justicia revelaba, además, el enquistamiento de un problema de racismo específicamente antigitano. La sociedad mayoritaria miró para otro lado después de la guerra cuando hubo que pensar en la existencia de las víctimas sinti y romaníes del nazismo, de manera muy parecida a cómo había aplaudido las medidas de detención preventiva de gitanos mientras Hitler estuvo en el poder, como sucedió con la creación del campo de Marzahn a las afueras de Berlín en 1936.[34] De otra manera, es difícil de entender que se mantuviera en la administración de la Alemania postnazi a señalados ejecutores de la política racial antigitana del nazismo, como Joseph Eichberger, responsable de la deportación de miles de gitanos en un nivel similar al de Eichmann para los judíos y, tras la guerra, jefe del departamento “para gitanos” de la policía bávara; o Leo Karsten, jefe de la oficina “para asuntos gitanos” de la policía criminal nazi y, luego, del Departamento de Migraciones de la policía de Baden.[35]

Con semejantes expertos y técnicos presentes en los juicios que las víctimas sinti intentaran promover en contra de los perpetradores, no es extraño que la mayoría de los supervivientes evitasen pronto cualquier trato con una administración que debería haberles reconocido y reparado pero que, por el contrario, les seguía tratando como presuntos delincuentes. Oskar Franz fue de la opinión de que era mejor no solicitar nada, pero Philomena insistió en reclamar sus derechos. Cuando finalmente recibió, junto al reconocimiento de una incapacidad laboral parcial como consecuencia del maltrato infligido en los campos, una compensación económica, el dinero le fue retenido por el Estado como compensación de la ayuda social que había solicitado para atender a su marido enfermo algunos meses antes de morir en 1975: “a eso le llaman reparación hoy en día”, dijo Philomena Franz en 1985.[36]

Fiel reflejo de la falta de voluntad política e institucional, la justicia alemana se tomó su tiempo antes de abrirse a la posibilidad de un cambio en el reconocimiento hacia las víctimas gitanas del nazismo. La consideración de que los sinti y roma podía tener la condición de perseguidos por motivos ideológicos-raciales, lo que les permitiría reclamar compensaciones o la devolución de bienes incautados, solo echó a andar a partir de una sentencia de un tribunal de Colonia que en 1963 reconoció por primera vez persecución racial para el caso concreto de una familia que había huido de Ritter. Fue un hito importante, pero el proceso ulterior de generación de una jurisprudencia al efecto fue sumamente lento y mezquino. La cuestión de la supuesta inexistencia de documentos probatorios considerados suficientes lo dilató aún más: la mayoría de los supervivientes fallecieron antes de poder beneficiarse de las ayudas que les hubieran correspondido con el cambio de doctrina. En un primer momento solo se consideró que eran víctimas del nazismo los afectados por el “decreto de Auschwitz” que a partir de enero de 1943 llevó a miles de personas al Zigeunerlager de Birkenau, lo que dejaba fuera, entre otros casos, a las personas esterilizadas desde 1933, los detenidos en campos alemanes desde 1936 o antes, los deportados a guetos y campos en Polonia desde 1940 y los asesinados por los Einsatzgruppen en el avance de las tropas alemanas durante la invasión de la URSS a partir de 1941.

Pero no se trataba única ni exactamente de un problema de formalidad legal: “La verdad es mucho peor, porque consistió y consiste en el acuerdo tácito de que la persecución de los «gitanos» estaría justificada”, denunció Wolfgang Benz en el estudio añadido a la segunda edición de las memorias de Philomena Franz en 1992. Historiador del holocausto y experto en antisemitismo, Benz supo ver que el mantenimiento de antiguos prejuicios contra los gitanos con intención estigmatizadora constituía “un crimen que extiende su efecto más allá del colapso del estado nacionalsocialista”:

En total, más de medio millón de sinti y romaníes fueron asesinados (…). Fueron víctimas de antiguos prejuicios que culminaron en el odio y la letal enemistad hacia una minoría. Es necesario identificar y poner nombre a estos prejuicios, porque continúan vivos. El final del estado nacionalsocialista no puso fin de modo alguno a la persecución ni terminó con la discriminación.[37]

Y si las víctimas gitanas del nazismo no habían sido justamente reconocidas como tales no era solo por una falta de representación política del tipo de la que respaldó a las víctimas judías, como el mismo Benz señaló certeramente. Se trataba también de una carencia radical de empatía o comprensión por parte de la opinión pública mayoritaria (alemana y europea). Tras salir de los campos, Philomena Franz y otros muchos sinti perseguidos por el nazismo tuvieron que seguir viviendo en este tipo de coordenadas socioculturales e institucionales. Vivir, en consecuencia, ocultando una clase de heridas que ya de por sí resultan muy complejas de abordar, tanto ante una misma como ante quienes no han sido testigos de lo ocurrido.

Otros supervivientes pudieron mostrarlas y encarar su relato de diversas maneras, intentando superar la tortura de sobrevivir. Perseguidos políticos del nazismo alzaron la voz en público tan pronto como Nico Rost en su Goethe en Dachau (1946), unas memorias que de alguna manera se iniciaron en el mismo campo de concentración.[38] También víctimas del antisemitismo articularon un discurso propio en publicaciones tan inmediatas y necesarias como el libro de Primo Levi Si esto es un hombre (1947). Es cierto que el éxito editorial de las memorias de Levi tardaría en llegar, porque casi nadie quería escuchar a los supervivientes al principio, según han contado varios de ellos: “los que me esperaban se taparon los oídos. Los que pudieron me esquivaron”, escribió Paul Steinberg.[39] Es importante tener esto en cuenta para comprender la grandeza que hay en el acto de dar testimonio por parte de los supervivientes del holocausto y agradecer la valentía de quienes se han atrevido a hacerlo teniendo mucho en contra. Escuchar y valorar sus palabras es algo impagable, que la sociedad europea les debe todavía.

Si no fue sencillo elevar la voz para estos supervivientes, aún más difícil lo fue para los gitanos de Europa perseguidos por el nazismo, quienes comprobaron que en los tribunales de la postguerra se veían enfrentados frecuentemente como expertos a las mismas personas que habían avalado antes su esterilización, expolio o deportación. Que comprobaron también durante décadas que la sociedad postnazi mantenía una serie de prejuicios tradicionales contra ellos en la vida cotidiana -alquileres, empleos, tratos, relaciones…-, prejuicios que en su caso no habían sido puestos en cuestión por el desvelamiento del holocausto. El silencio se impuso sobre muchas personas que, como Philomena Franz, tuvieron que seguir adelante sin la ayuda curativa de la palabra ni el consuelo del testimonio o del reconocimiento. El maltrato oficial y la incomprensión social reforzaron así unas barreras comunicativas que prolongaron la tortura de estos supervivientes de los campos, al no permitirles enfrentar el dolor que llevaban consigo. Sin embargo, llegó un momento a partir del cual Philomena Franz rompió ese silencio.

[28] Sybil Milton tituló justamente “perseguir a los supervivientes” uno de sus trabajos sobre este tema: “Persecuting the Survivors: The Continuity of ‘Antigypsysm’ in poswar Germany and Austria”, en Susan Tebbutt (Ed.): Sinti and Roma. Gypsies in German Speaking Society and Literature, New York-Oxford, Berghahn Books, 1998, pp. 35-47.

[29] Puede encontrarse información sobre estos dos casos concretos en Emmanuel Filhol y Marie-Christine Hubert: Les Tsiganes en France. Un sort à part 1939-1946, París, Perrin, 2009; y Viorel Achim: The Roma in Romanian History, Budapest, Central European University Press, 1998, respectivamente.

[30] El encuentro inesperado con su hermano en plena calle en Múnich, en Philomena Franz: “Des mots: clés”, en L’amour a vaincu la mort, París, Petra, 2019, p. 244: “A partir de ese momento, fuimos tres. Mi hermano era un buen músico. Él tocaba el piano, yo cantaba y mi marido tocaba el bajo”.

[31] La mayor parte de la información sobre esta etapa de la vida de Philomena Franz procede de los capítulos que Reinhold Lehmann añadió a la primera edición de sus memorias tras entrevistarse con ella (Zwischen Liebe und Hass. Ein Zigeunerleben, Friburgo, Herder, 1985); aquí se sigue la paginación de las ediciones de 1992 y 2001, coincidentes entre sí: el “salvaje oeste” en la p. 95.

[32] Ibidem, pp.97 y 98 respectivamente.

[33] Citado por Wolfgang Benz: “Vom Vorurteil zum Massenmord: Die nationalsozialistische Verfolgung der ,Zigeuner’”, en Philomena Franz: Zwischen Liebe und Hass…, p. 123 (edición de 1992).

[34] En este campo, creado para “limpiar” de gitanos Berlín en preparación de las Olimpiadas de 1936, que se concibieron como gran escaparate internacional del régimen nazi, se condenó a muchas familias a una vida de miseria y explotación antes de las deportaciones que después las llevarían a campos de concentración y exterminio erigidos en la Polonia ocupada. Puede encontrarse un relato de la infancia en Marzahn en Otto Rosenberg: Un gitano en Auschwitz, Madrid, Amaranto, 2003.

[35] Estos casos, y la prolongación de leyes específicamente antigitanas, en Thomas W. Neumann y Michael Zimmermman: “Postcript: Sinti and Roma in post-war Germany” en Walter Winter: Winter time…, pp. 153-169. Un recorrido actualizado sobre el tema, en Gilad Margalit: “The Justice System of the Federal Republic of Germany and the Nazi Persecution of the Gypsies”, en Anton Weiss-Wendt (Ed.): The Nazi Genocide of the Roma. Reassessment and Commemoration, Nueva York – Oxford, Berghahn, 2013, pp. 181-204.

[36] Philomena Franz a Reinhold Lehmann, en Zwischen Liebe und Hass…, p. 102.

[37] Wolfgang Benz: “Vom Vorurteil zum Massenmord…”, p. 123 y p. 119 respectivamente; el subrayado es mío.

[38] Nico Rost: Goethe en Dachau, Barcelona, Contraescritura, 2016. Precisamente, este luchador antifascista fue uno de los primeros prisioneros políticos supervivientes que abogó por la causa de las víctimas gitanas del nazismo a partir de su encuentro con el activista romaní Ionel Rotaru, como puede verse en ‘Het oudste volk’, Algemeen Handelsblad, 18 Mayo 1963. Más sobre esta conexión en María Sierra: “Creating Romanestán: a place to be Gypsy in Post-Nazi Europe”, European History Quarterly, Vol. 49(2), 2019, pp. 272–292.

[39] Paul Steinberg: Crónicas del mundo oscuro, Barcelona, Montesinos, 1999, p. 180.

El imperativo del testimonio y la tarea escritora

De hecho, fue precisamente hablar y escribir lo que la salvó, según ella misma ha contado. Al hacerlo, pudo por fin afrontar las huellas del dolor infligido por el nazismo y, además, apreciar que sus palabras podían tener efecto sobre otros. Que los prejuicios antigitanos tradicionales seguían vivos en Alemania en la década de 1970, sin consideración alguna por el sufrimiento ocasionado al pueblo romaní bajo el régimen de Hitler, se muestra en el episodio que precisamente impulsó a Philomena Franz a tomar la palabra. Cuando uno de sus hijos fue insultado en la escuela por el hecho de ser gitano, Franz se sintió impelida a dirigirse al colegio para hablar con profesores y alumnos, y explicarles qué significaba ser gitana en Alemania según su propia experiencia. Las reacciones de los chicos -arrepentimiento, interés, solidaridad- activaron su conversión en una narradora del holocausto romaní, además de una defensora de la cultura de su pueblo.

El camino no fue fácil, sino que estuvo pavimentado de mucho sufrimiento, porque, como ella misma explica en estas memorias, “los supervivientes estamos marcados para siempre”. En su caso, a las pesadillas nocturnas que repiten el horror de lo vivido se sumaban episodios de terror durante el día, que en ocasiones le hacían huir de su propio hogar bajo la sensación angustiosa de estar aún prisionera. Recibir tratamiento en un hospital le ayudó finalmente a romper el silencio en el que, durante décadas, había aguantado el sufrimiento causado por el nazismo y la incomprensión posterior. En una conversación con su primer editor contó que al principio “solo podía llorar, no era capaz de hablar con nadie. Después, empecé a hablar, poco a poco al principio y luego, más cada vez. Fue como una cascada. Tenía que hablar sobre mi sufrimiento”.[40]

En este proceso de enfrentar el dolor a través de la palabra, además de dirigirse como oradora a otras audiencias, Philomena Franz se convirtió en escritora. Según explicó cuando se preparaba la edición de sus memorias, en esta “etapa de superación de la depresión también puse por escrito mi sufrimiento. Por eso he dicho que escribí este manuscrito con lágrimas y de rodillas”.[41] La escritura potenció la labor curativa que tiene el esfuerzo de articular un relato para dar testimonio por parte de quienes han sido a la vez testigos y víctimas de una tortura como la que significó la persecución nazi. Preguntada en una entrevista reciente por las condiciones desde las que afrontó alumbrar esta narración, Franz ha contado que “fue desgarrador”, pero también “una verdadera ruptura, un gran paso adelante”.[42] La articulación de relatos en forma de memorias, como las que escribió Philomena Franz, permite a los supervivientes trabajar sus recuerdos para intentar superar la reiteración dramática y traumática de lo sufrido (que la pesadilla simboliza tan bien). Como ha señalado Dominick LaCapra, gracias al trabajo puesto en la organización de esta clase de relatos se puede crear una distancia mental y emocional entre lo vivido en el pasado y lo expresado en el presente; es un esfuerzo que logra elaborar el recuerdo con cierto poder sanador, aunque no suponga, ni mucho menos, dejar de sufrir.[43]

Además, al afrontar el relato de su sufrimiento, Philomena Franz se convirtió propiamente en testigo, alguien que puede dar testimonio ante los demás. Esta función testimonial es lo que permite a un superviviente actuar como agente político y ético en su entorno: erigirse como una voz que se presenta con autoridad ante los potenciales interlocutores para demandarles que tomen postura frente a unos hechos de los que no se pueda ya apartar la mirada; para exigir del público oyente o lector una reacción cuando se le habla de reparación a las víctimas y del peligro de repetición de la historia. Cuando Philomena Franz se decidió a ir al colegio de su hijo, y luego a otros centros, para contar su experiencia como gitana, estaba colocándose ya a sí misma en este lugar. La posterior elaboración y publicación de sus memorias consolidaron su posición, no solo ante los demás, sino también ante ella misma: podía sacar fuera de sí imágenes de pesadilla y convertirlas en un mensaje con muchas implicaciones sociales. La función curativa y la cívica se respaldan así mutuamente: el tatuaje de Auschwitz que Philomena Franz no quiere borrar de su brazo -aunque incomode a veces a quienes reparan en él- es el mejor símbolo de este proceso dolorosamente asertivo.

Dar testimonio es un imperativo, en tanto que su fin primordial es el de que se conozca lo que pasó y no se olvide a las víctimas, pero también es un derecho. Estas memorias son, en este sentido, una reclamación de derechos en boca de quien se siente parte de una minoría históricamente maltratada. La autora lo afirma resueltamente desde la misma presentación de su libro: “Todos tenemos derecho, incluso hoy, a seguir hablando de nuestro sufrimiento. Para reencontrarnos, para honrar a las víctimas y para decirles a los jóvenes: «así fue y esto no debe repetirse nunca»”. Franz habla del derecho al luto -que el sistema concentracionario negó-, del derecho al reconocimiento -que la administración de la Alemania postnazi desconsideró-, pero también del derecho a la memoria. En este último ámbito, enuncia su demanda como un derecho colectivo y lo hace de una forma difícilmente más directa, tajante por sencilla: “tenemos derecho a que nuestro sufrimiento encuentre un lugar propio en la historia”. Apuntando al centro del debate sobre la memoria histórica varias veces abierto en Alemania a partir de la Segunda Guerra Mundial, este es un mensaje potente, que habría sido difícilmente imaginable durante los muchos años en los que dominó la negación del reconocimiento a las víctimas gitanas.

El mensaje, sin embargo, pudo comenzar a tomar forma y conquistar audiencia a finales de los años setenta, cuando el activismo romaní en defensa de los derechos de las víctimas del nazismo dio un salto hacia delante. Ante la decepción de los tribunales y los procedimientos administrativos, algunas organizaciones sinti en Alemania y portavoces romaníes de otros países europeos se decidieron a llevar sus reclamaciones al espacio público, a la calle: si la ley no quería entender de injusticias, los activistas romaníes lo explicarían a través de las manifestaciones, las declaraciones a la prensa y, en definitiva, la acción política. La convocatoria de una ceremonia conmemorativa en el campo de Bergen-Belsen en 1979 supuso un primer éxito en este camino, reuniendo a portavoces romaníes de varios países con supervivientes gitanos y judíos, además de algunos representantes de la clase política. Pocos meses después, en 1980, un grupo de activistas sinti protagonizó una huelga de hambre en el antiguo campo de Dachau para demandar el reconocimiento de las víctimas gitanas del holocausto y para protestar también por el mantenimiento del uso policial de los ficheros criminales del nazismo. Con ello, llegó el primer apoyo oficial de un grupo político alemán, el Partido Socialdemócrata.[44]

Las memorias de Philomena Franz se publicaron en este contexto de cambio incipiente. Con ellas, en 1985, una superviviente del genocidio romaní cometido por el nazismo elevaba su voz por vez primera de esta manera, arriesgándose a fijar su testimonio a través de la palabra escrita y hablar a un público amplio (y anónimo), ganándose la calidad de autora ante la sociedad mayoritaria.[45]

Mostrando en el 2021 la edición de su libro de memorias del 2001;

en la cubierta, una fotografía de Philomena con su hijo.

Algunos años después, en 1988, Ceija Stojka publicó las segundas memorias surgidas entre los supervivientes romaníes. Desde su Austria natal, Stojka había conocido la persecución y los campos nazis siendo una niña; cuando años después de la liberación enfrentó la tarea de hacer nacer de su interior la expresión de lo sufrido, recurrió tanto a la escritura como a la pintura. La obra que ilustra la cubierta de este libro es una de sus creaciones. Estos primeros pasos ayudaron a abrir un camino que luego fue practicado por otros. La misma editorial vienesa que publicó las memorias de Ceija Stojka editó seis años después las de su hermano Karl, quien había sufrido similar destino.[46] Poco después, en 1997, vieron la luz las memorias de Lily van Angeren, otra superviviente sinti alemana, que tras la liberación de los campos se había refugiado y casado en los Países Bajos.[47] En 1998 y 1999 respectivamente, se editaron en alemán las memorias de Otto Rosenberg y Walter Winter ya citadas. Esta línea del tiempo muestra que fueron las mujeres romaníes quienes asumieron antes la confrontación con una memoria traumática y la necesidad de convertir lo personal en un derecho colectivo. Como Philomena Franz nos dice, ella escribió su libro “como gitana y como mujer”.

Franz fue una pionera con sus memorias en la narración del holocausto romaní, pero también ha sido una de las más constantes defensoras de la cultura sinti. En ambas intenciones, la forma colabora con el fondo, porque en sus historias logra reunir la tradición narradora romaní y la cultura escrita mayoritaria, con el objeto de alcanzar mejor a los oyentes-lectores. ¿Para decir qué? Franz tiene muy claro su mensaje, y mira resueltamente a la cámara que graba una entrevista destinada a un documental (actualmente en producción) para decirnos: “Cuando odiamos perdemos, solo el amor puede salvarnos”.[48] Este empeño, claramente destacado en el mismo título de sus memorias, por rescatar y hacer triunfar los mejores sentimientos de los que es capaz el ser humano fue interpretado en términos cristianos por uno de los primeros glosadores de su obra.[49] Yo creo que puede entenderse también como una reclamación que la autora presenta frente al nazismo y sus herederos, quizá la más radical de todas: el derecho de los supervivientes a recuperar emociones que otorgan dignidad humana, justamente aquellas que el sistema concentracionario se esforzó en destruir sistemáticamente como forma de dominio total. Otto Rosenberg recuerda la insensibilidad que imponía el sistema por el acostumbramiento a lo dantesco: “(…) ni siquiera ante este tipo de escenas [cargar cadáveres con destino al crematorio]sentíamos ya nada. Nos habíamos convertido, por así decirlo, en seres insensibles. No teníamos sentimientos, nada”. [50] Reclamar emociones -y emociones que otorgan dignidad- es, por esto, un acto tan político como reclamar un sitio en la memoria nacional.

Así, el camino que comenzó en el colegio de su hijo hizo que Philomena Franz encontrara un lugar en la tradición romaní de narradores de historias, un espacio que continuó ensanchando poco después con sus “cuentos gitanos”, publicados en 1982.[51] En estos y otros cuentos posteriores, Franz reunió la vivencia familiar del relato oral en torno a la hoguera, en la que se formó de niña, con la condición de escritora narradora de la historia del pueblo romaní, borrando fronteras entre un género y otro. Los cuentos que se incluyen en esta edición en español de sus memorias son una buena muestra de ello. Cualquiera que los lea junto a sus memorias del holocausto apreciará que estos relatos mágicos son una vía alternativa y creativa para narrar la experiencia del genocidio romaní: las jaulas que encierran a los pájaros en “Sonnegai”, un cuento con un inicio de potencia literaria impactante; la amenaza del mal gobierno y el sufrimiento que ocasiona a los amantes en “Malona”; la necesidad de belleza y la demanda de respeto a la naturaleza aquí y allá…, son metáforas que retienen lo esencial la cultura que Philomena Franz está vindicando.

En esta recreación personal de la tradición gitana del relato, descubrió una forma eficaz para promover uno de sus principales objetivos, el de la convivencia respetuosa entre romaníes y no romaníes. Al explicar con sus historias los valores de la cultura en la que se formó y sigue creyendo, ha procurado cuestionar los estereotipos que han estigmatizado históricamente a los romaníes. Esta es, de hecho, una de las claves para afrontar el problema del racismo antigitano, pues las imágenes negativas acumuladas en torno a quienes son así etiquetados tienen una densidad difícil de erosionar, como ha señalado Ian Hancock. Desde la llegada del pueblo romaní a Europa y América, han transcurrido siglos a lo largo de los cuales la imagen de los gitanos ha sido construida como aquellos “otros” radicalmente distintos a “nosotros”: desde la Gitanilla de Cervantes a la Esmeralda de Victor Hugo, pasando por la Carmen de Mérimée y Bizet, por citar solo tres fantasías en torno a la mujer gitana de engañoso romanticismo.[52] La tarea de quienes se plantean una contranarrativa es inmensa, porque son muchas las representaciones que se solapan en el imaginario colectivo y cristalizan en una imagen problemática de “el gitano” que tiene gran utilidad normativa: está fabricada para enseñar a los no gitanos qué es lo que precisamente tienen que evitar, no ser. Philomena Franz, por ejemplo, se ha visto obligada a explicar que ellos no roban niños ante audiencias escolares que le recordaban: “pero mi abuela o mi madre me dijeron que no fuera con los gitanos, que roban a los niños y se me llevarían”.[53]

Frente a los estereotipos construidos desde fuera, los cuentos de la autora ofrecen una entrada directa a la cultura sinti sentida como propia. Estos relatos no figuraban en las ediciones alemanas de sus memorias de 1985 y 1992, pero sí en la última edición del 2001, de cuya publicación se hizo cargo personalmente Philomena Franz. En esta versión española se incluyen como parte de una opción editorial pensada para que la voz de la autora se imponga sobre posibles intermediaciones. En la primera edición de sus memorias, publicadas en 1985 por la editorial Herder bajo el título Zwischen Liebe und Hass: Ein Zigeunerleben que han conservado posteriores ediciones, intervino de manera sustantiva Reinhold Lehmann, un escritor de Múnich con experiencia previa en testimonios de supervivientes del holocausto. Lehmann añadió al relato de Franz una serie de breves capítulos que contaban la vida de la autora después de 1945. Estos capítulos confunden al lector, porque imitan el estilo de Franz; aunque están narrados en tercera persona, solo aparecen firmados al final del último de ellos con las iniciales R.L. Sí deja Lehmann más clara constancia de su presencia en el postfacio que añadió, titulado “El testimonio de una víctima”. Además, en 1992 la misma casa editorial Herder publicó una segunda edición de Zwischen Liebe und Hass manteniendo los textos de Lehmann y sumándole el estudio ya citado firmado por Wolfgang Benz. En el año 2001, cuando Philomena Franz era ya reconocida como una de las principales voces en la defensa de los derechos del pueblo romaní en Alemania y Europa (con distinciones como la Orden del Mérito de la República Federal Alemana en 1995 o el premio “Mujer de Europa” en 2001), la autora tomó la iniciativa de reeditar sus memorias añadiéndole los cuentos y las “impresiones de otoño”. En esta edición española se ha optado por mantener estos relatos y, por el contrario, no incluir las intervenciones de Lehmann y Benz.

La presente edición española tiene también su propia historia interna, en cuyo origen está el impacto que me produjo la lectura de las memorias de Philomena Franz cuando estaba inmersa en un trabajo sobre el genocidio romaní. Debo el impulso para entrar en contacto con ella a Juan Pro, quien me ha ayudado también en otros momentos decisivos de este proyecto editorial. Como el proceso de preparación y publicación ha llevado muchos meses, su intrahistoria es ya prolija en episodios de todo tipo. Puede, sin embargo, resumirse en dos claves. La primera es la enorme generosidad de Philomena Franz, quien no solo se ofreció sin ninguna reserva a protagonizar esta aventura editorial sino que siempre nos ha llevado más allá de lo esperado: su “pregúntame más” simboliza la pervivencia en ella del imperativo de dar testimonio del holocausto sufrido por su pueblo.

En un momento de la entrevista realizada en su casa,

en el año 2021, para la producción del documental de David Navarro.

Solo mi admiración hacia ella es mayor que mi agradecimiento. La segunda clave contiene otro reconocimiento, dirigido en este caso a dos compañeras sin cuyo trabajo y empatía no habría sido posible llevar a buen puerto este proyecto: quiero dar las gracias a Sidonia Bauer, traductora al francés de las memorias de su amiga Philomena, por toda la ayuda prestada, así como a mi amiga Virginia Maza, quien ha puesto en este volumen mucho más que su cuidadosa traducción del alemán al español. Aunque con un agradecimiento más rompa la promesa de resumir esta historia editorial en dos líneas, quiero también dar las gracias a Raúl Usón (Xordica) por comprometerse de una forma tan personal con este libro.

Como responsable de la edición, solo me ha quedado por cumplir el deseo de no añadir mediación alguna por mi parte, si eso fuera posible. No lo es, aunque haya optado por decisiones editoriales que así lo buscan. La inclusión de este estudio final se debe tanto al respeto que me merece Philomena Franz como a su petición de que siga contando su historia. Para cerrar estas páginas dedicadas a su figura, sí puedo al menos procurar reducir mi presencia aprovechando palabras que ya fueron dichas por Reinhold Lehmann al reflexionar sobre el significado de estas memorias en el contexto de la pervivencia del antigitanismo:

“(…) este libro es un libro político, aunque puede que el lector no lo aprecie en un primer momento. Lo es porque nos hace preguntas que siguen sin resolverse cuarenta y cinco años después de la liberación de Auschwitz y otros campos de exterminio”.[54]

Setenta y cinco años después, esta observación sigue teniendo una vigencia inquietante, aunque ahora sepamos ya mucho más sobre el genocidio romaní bajo el nazismo -o quizá precisamente por eso-. Con el apoyo a esta edición española de su libro Philomena Franz, testigo del holocausto, sigue trabajando para que lectores y lectoras continuemos haciéndonos preguntas.

María Sierra.

[40] Philomena Franz a Reinhold Lehmann, en Zwischen Liebe und Hass…, p. 101.

[41] Ibidem.

[42] Entrevista a Philomena Franz, 21-1-2021.

[43] Dominick LaCapra: Representar el Holocausto. Historia, teoría, trauma, Buenos Aires, Prometeo, 2008.

[44] Puede encontrarse información sobre estos procesos en Anton Weiss-Wendt (Ed.): The Nazi Genocide of the Roma…

[45] Tras las varias ediciones de sus memorias, en 1985, 1992 y 2001, más recientemente ha publicado un libro de poemas (Tragen wir einen Blütenzweig im Herzen, so wird sich immer wieder ein Singvogel darauf niederlassen, 2012) y otro en el que revisita sus recuerdos de forma más libre (Stichworte, 2017); hay una edición completa de las obras de Philomena Franz en un solo volumen en francés (L’amour a vaincu la morte…), con prefacio de Sidonia Bauer, pero hasta ahora ninguna de ellas había sido objeto de una edición española.

[46] Ceija Stojka: Wir Leben im Verborgenen…, Karl Stojka: Auf der ganzen Welt zuhause: Das Leben und Wandern des Zigeuners, Viena, Picus, 1994. Un segundo libro de memorias de Ceija Stojka ha sido editado en español: ¿Sueño que vivo? Una niña gitana en Bergen-Belsen, Madrid, Papelesmínimos, 2019.

[47] Publicadas originalmente en neerlandés (Lily: het unieke levensverhaal van een zigeunerin, Ámsterdam, Forum, 1997), fueron traducidas algunos años después al alemán bajo el título ‘Polizeilich zwabgsentfuhrt’. Das Leben der Sintizza Lily van Angeren-Franz (Hildesheim, Gebrüder Gerstenberg, 2004).

[48] Mi holocausto, Philomena Franz, por David Navarro (2021).

[49] Michael Albus: Philomena Franz. Die Liebe hat den Tod besiegt. Düsseldorf, Patmos, 1988.

[50] Otto Rosenberg: Un gitano en Auschwitz…, p. 86.

[51] Philomena Franz: Zigeunermärchen, Bonn, Europa-Union Verlag,1982.

[52] Ian Hancock: The Pariah Syndrome: An account of Gypsy slavery and persecution, Ann Arbor – Michigan, Karoma, 1997. Un análisis muy completo de estos estereotipos para el caso español, entendido como encrucijada de tendencias europeas, en Lou Charnon-Deutsch: The Spanish Gypsy. The History of a European Obsession, Pennsylvania State University Press, 2004.

[53] Zwischen Liebe und Hass…, p. 104. La capacidad de la literatura infantil para crear esta imagen criminal con fines pedagógicos, en Jean Kommers: ¿Robo de niños o robo de gitanos? Los gitanos en la literatura infantil, Sevilla, Universidad de Sevilla, 2016.

[54] “Nachwort von Reinhold Lehmann”, en Zwischen Liebe und Hass…, p. 107.

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